Callejero

Entiendo al arte callejero porque en mis años mozos supe ser un actor de la calle, juntando monedas en un sombrero a cambio de otorgarle a mi público (¡uno se debe a su público, señores!) las más grandes alegrías. Pero no nos abusemos.

Por caso, hoy tomé un colectivo y se subió un “artista” que con un bongó del tamaño de la chimenea de Atucha II comenzó a tocar “temas”, según su propia definición. Nada más parecido a ser público cautivo de una protesta piquetera ultraviolenta. Le subí volumen al MP3, pero fue en vano: tuve que sufrir tres “temas” (uno igual al otro), y luego, el descarado fue a pedirme una colaboración.

No me quedó otro remedio que responder a tal petición con un “¿encima querés que te pague por arruinarme el día? Andá a tocar tus temas a algún subsuelo aislado, lejos de todo, no te das cuenta de que sos un peligro para la civilización”.

Me tolero a todos los artistas callejeros excepto a estos desubicados tamborileros de cuarta que despiertan al ser beligerante que habita en mí.