Oda a la muda

No hay cosa más placentera en la vida que mudarse, no señor. Más aún cuando es en medio de la semana, estás con una faringitis, y la ola polar antártica es tan notoria, que más que Neuquén, pareciera que estás en la Base Marambio (y ni siquiera nevó). No hay mayor placer, claro que not.

Sumale que la cama no sube por el ascensor y tenés que hacer la proeza de subir cinco pisos con el cacho de madera, transpirando como nunca en la vida (¿qué es esto de trabajar?), y sintiendo que te quedas: sin piernas, sin brazos, sin oxígeno. Es decir, deseando caerte escalera abajo y no frenar hasta el segundo subsuelo.

Ni te cuento de los trabajos previos de armado de cajas, que en realidad al final terminaron siendo bolsas de consorcio porque a la sujeta del mercado que le habías pedido que te junte, no sólo no lo hizo, sino que cuando se las fuiste a pedir te dice “ah, vos ni me hables. Hace un rato tiré las cajas porque no viniste a buscarlas”, cuando te demoraste sólo una hora. Una gauchita.

Ni hablemos que te olvidaste la mitad de las cosas porque el departamento anterior quedó tan organizado como Kosovo durante de su guerra de independencia. Y tampoco es que el nuevo departamento no sufra de cierta apariencia balcánica, eh.

Que quejosos que son, che. Digan que por lo menos tuvieron la excelente ayuda de amigos que hicieron las veces de choferes, cargadores, descargadores, transportadores. Es decir, esclavos en general.

En fin. Ya estoy en el nuevo departamento, indagando cómo funciona la vida a partir de este momento ya, y listo para entablar cualquier tipo de pelea con mis vecinos: los nuevos y los viejos, claro.

Esta es la vista desde el nuevo cuchitril: la hipotermia valió la pena, igual.